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Hongos psicodélicos y salud mental: un “boom” que hay que ver con cautela

En los últimos años, se han publicado diversos resultados de investigaciones que usan un compuesto de los hongos alucinógenos para tratar pacientes con algunos trastornos mentales. Las conclusiones han despertado el interés de medios de comunicación y de la academia. Aunque hay señales prometedoras, también muchas razones para tratar este asunto con mucha prudencia.

Sergio Silva Numa
22 de enero de 2023 - 02:00 a. m.
Ilustración: Eder Rodríguez
Ilustración: Eder Rodríguez
Foto: El Espectador

Antes de que se acabara el 2022 fui al consultorio de un psicólogo en el norte de Bogotá. Asistí como paciente para tener una sesión con hongos psicodélicos. Había llegado allí por sugerencia de una colega que, desde hace un par de años, visita al doctor H, como llamaré al terapeuta. Los cada vez más frecuentes artículos de prensa, las charlas con amigos sobre hongos, las series y documentales de Netflix (Fantastic Fungi, How to Change Your Mind) y el muy popular libro del periodista Michael Pollan (Cómo cambiar tu mente, un best seller en Estados Unidos), parecían indicar que estos organismos, y su posible relación con la salud mental, empezaban a ser parte de nuestra cotidianidad. (Lea La equivocación de $25 billones de la Superintendencia y del Ministerio de Salud)

Así que, para experimentar las sensaciones que han replicado cientos titulares (”Terapia psicodélica: hongos alucinógenos contra la depresión”, “Hongos para curar la depresión”), estuve cuatro horas con el doctor H. A diferencia de su uso recreacional y cultural, el “viaje” lo hice acostado en un sofá, con los ojos cerrados y guiado por una lista de música completamente instrumental. Siempre estuve acompañado por el terapeuta. La mitad del tiempo conversamos sobre las alucinaciones y las reflexiones que me generaron los trozos de Psilocybe cubensis. Cuando llegó el medio día, abandoné el consultorio con mi estado de conciencia aún alterado.

Pero, contar en detalle mi experiencia (o una sola experiencia) no es una buena idea para entender por qué estos hongos han acaparado la atención de medios, de la industria editorial y de quienes se dedican a estudiar la salud mental. Como dice la doctora Paola Cubillos, asesora médica y científica para Knowde Group Inc, compañía canadiense dedicada a investigar con cannabinoides y psicodélicos, los testimonios personales “no permiten tener una idea real de lo que implica el consumo de hongos. Siempre serán visiones muy particulares y muy sesgadas. Por eso es mucho más valioso hacer investigación científica y leer los datos que reportan los estudios”.

A pesar de que el mundo fungi nos ha acompañado a lo largo de nuestra existencia (puede haber entre 2,2 y 3,8 millones de especies de hongos, dice Merlin Sheldrake en su célebre libro La red oculta de la vida), solo hasta hace unas décadas empezó a despertar el interés que merecen. Usados como comida (hay 184 especies en Colombia), como fertilizantes, o para producir materiales, los hongos también han desempeñado un importante papel entre algunas comunidades indígenas.

Como sintetiza una cartilla elaborada por el Real Jardín Botánico de Kew (Reino Unido), el Instituto Humboldt y varias universidades, algunos pueblos originarios los han usado para tratar enfermedades o los utilizan, en el caso de la familia Psilocybe spp (en donde se encuentran las especies alucinógenas), como un camino para “comunicarse con los espíritus de la naturaleza”.

La psilocibina, el compuesto alucinógeno que está en los hongos (un alcaloide de triptamina, para ser más precisos), también ha sido empleado durante siglos por comunidades de México y Centroamérica. Michael Pollan, en su libro, cuenta que los aztecas la llamaban teonanácatl o “sangre de los dioses”, antes de que la Iglesia católica y los colonizadores españoles reprimieran su uso. Por mucho tiempo estuvo oculto, hasta que en 1955 un banquero de Manhattan, llamado Robert Gordon Wasson, los “descubrió” en la ciudad de Huautla de Jiménez, en el estado de Oaxaca.

Luego de probarlos junto a María Sabina, una indígena que, con el tiempo, se convirtió en un símbolo cultural, Gordon Wasson escribió un extenso artículo en la revista Life relatando su experiencia con “unos hongos que causan extrañas visiones”. Con el texto de este micólogo aficionado, escribe Pollan, “Occidente” descubrió a los hongos psicodélicos y la historia de nuestra relación con estos organismos se partió en dos.

Sin embargo, el consumo de los “hongos mágicos” en Estados Unidos durante las décadas sesenta y setenta condujo a su prohibición. La famosa Ley de Sustancias Controladas de 1970 incluyó a la psilocibina en “Lista 1″ (la más restrictiva) y, por años, las puertas para indagar sobre sus posibles utilidades estuvieron cerradas.

La situación empezó a cambiar con la llegada del siglo XXI. Hubo un “renacimiento”, para usar las palabras de Pollan. “Una nueva generación de científicos, muchos de ellos inspirados por su propia experiencia personal con esos compuestos, están poniendo a prueba su potencial para curar enfermedades mentales como la depresión”, anotó el periodista neoyorkino.

“Algunos días despierto y no puedo creer cuán lejos hemos llegado”, le decía Rick Doblin a The New York Times en 2021. Él, investigador de casi 70 años y pionero en el estudio de las drogas psicodélicas, hoy está al frente de la Asociación Multidisciplinaria de Estudios Psicodélicos (MAPS, por sus siglas en inglés), un imperio multimillonario de investigación que ha reclutado a 130 neurocientíficos, farmacólogos y especialistas en asuntos regulatorios que están abonando terreno para lo que ellos llaman la próxima “revolución psicodélica”.

Pero es una “revolución”, en la que, como dice el psiquiatra y profesor de la U. del Rosario, Rodrigo Córdoba, hay que caminar con mucha cautela.

Los detalles importan

Cada vez es más usual que al consultorio de José Manuel Santacruz, y al de algunos de sus colegas, lleguen pacientes preguntando por la posibilidad de iniciar una terapia con hongos psicodélicos. Psiquiatra en el Hospital San Ignacio y profesor de la U. Javeriana, cree que la información que ha circulado en los últimos años en medios ha creado un “boom” de expectativas sobre el uso de la psilocibina.

Santacruz recuerda una anécdota que resume la situación: cuando en 2020 era vicepresidente de la Asociación Colombiana de Psiquiatría (ACP), tuvo que ponerse de acuerdo con sus colegas para emitir un comunicado luego de que varios medios de comunicación colombianos replicaran una noticia de la Agencia EFE. En la publicación hacían referencia a un artículo en la revista PNAS en la que los autores sugerían que el consumo de sustancias psicodélicas mejoraba el estado de ánimo. Para llegar a esa conclusión habían recopilado datos de cerca de 1.200 personas a través de cuestionarios.

Al ver la noticia circulando en redes sociales, los psiquiatras colombianos optaron por sacar una advertencia: “Si bien sustancias como el LSD o la Psilocibina pueden tener efectos positivos sobre el estado de ánimo y sentimientos de conexión social, la realidad es que estas sustancias tienen un efecto impredecible y no deben ser usadas de forma empírica para tratamientos de trastornos del estado de ánimo”. (Lea En la Alta Guajira los peajes se pagan con comida)

Lo que no habían notado algunos periodistas era que en la investigación de PNAS había un largo apartado de limitaciones en la que los autores admitían, entre otras cosas, que no podían establecer causalidad entre el consumo de psicodélicos y un mejor estado de ánimo. Uno de los motivos radicaba en la imposibilidad de comprobar si los datos que escribieron los participantes en los cuestionarios eran o no ciertos.

La periodista de Vice Shayla Love, que ha seguido de cerca la discusión en torno al uso de estos hongos en Estados Unidos, también ha detectado que algo no estaba bien en este “boom”. En una de sus columnas pedía a sus colegas no celebrar cada investigación que apareciera, sino examinarla con un poco más de cuidado. Adjetivos como “liberadores del cerebro” no le estaban haciendo un favor a un área prometedora que debía madurar. “El péndulo osciló del estigma a la exageración acrítica”, insistía.

Como escribía Stuart Ritchie en su blog Science Fictions, los hongos alucinógenos tienen varios elementos que ayudan a entender ese gran entusiasmo. Entre ellos, su carácter místico (“permiten mirar nuestro interior”), el empleo tradicional de comunidades (en contextos y cosmogonías muy diferentes) y las expectativas de que una sustancia natural tenga “mejores” efectos en pacientes con depresión que los antidepresivos. Pero, a sus ojos, esa situación no está dejando ver con claridad los resultados de los estudios.

Ante este escenario, para el doctor Santacruz mejor tener un poco de prudencia. Cree que “no hay que cerrarse a nuevas opciones terepéuticas, pero cuando generan muchas expectativas hay que leerlas con cautela y revisarlas con detenimiento. No es una posición moralista, pero si vamos a usar estas alternativas para tratar pacientes, debemos tener la certeza de que sirven y de que son seguras. Para eso, debemos basarnos en el conocimiento científico”

“Es cierto que hay entusiasmo en parte del mundo académico con estas nuevas investigaciones”, dice, por su parte, Córdoba, de la U. del Rosario. “También es cierto que hay una especie de agotamiento frente a los fármacos tradicionales y hay un porcentaje de pacientes, en el caso de la depresión, que no tienen respuestas plenas. Pero debemos ser prudentes con lo que prometemos, pues aún no hay mucha claridad sobre el mecanismo de acción, no sabemos la cantidad de dosis que se deberían usar, ni conocemos los datos de seguridad al evaluarlos en muestras más grandes de pacientes”.

Pistas desde la ciencia

La página web ClinicalTrials.gov, de la Biblioteca Nacional de Medicina de EE. UU., es una de las bases más robustas de ensayos clínicos que hay en el mundo. Allí están los detalles de las investigaciones que se están llevando a cabo para probar, entre otras cosas, nuevos fármacos. Hoy hay 131 ensayos clínicos registrados relacionados con psilocibina, aunque buena parte de ellos aún no han reclutado pacientes.

Varios de esos estudios ya han publicado resultados, luego de suministrar psilocibina a pacientes con trastorno depresivo mayor. Sus conclusiones son prometedoras, pero en todos, como recordaba el doctor Córdoba, las muestras de pacientes son pequeñas (muchos no tienen más de 60 participantes). Además, tienen otro enorme desafío que ya han señalado varios científicos: garantizar que los participantes no se den cuenta que, como sucede en otros ensayos clínicos (doble ciegos aleatorizados, los llaman), reciben un placebo o una sustancia alucinógena.

Una de las últimas investigaciones fue publicada el 29 de diciembre del 2022 en The Lancet y estuvo liderado por investigadores del Hospital Psiquiátrico de Universidad de Zúrich, en Suiza. Llevado a cabo entre abril de 2019 y octubre de 2021, por primera vez los científicos compararon el efecto de la psilocibina sintética con un placebo. Para hacerlo, dividieron a los 52 participantes en dos grupos de manera aleatoria sin que ellos, ni los médicos, supieran en cuál habían quedado.

Tras darle las instrucciones a los pacientes para que “se sumergieran en una experiencia con enfoque introspectivo”, administraron una sola dosis del componente de los hongos psicodélicos. En un ambiente tranquilo y con música, los terapeutas acompañaron a los pacientes por casi 11 horas. En las últimas tres conversaron sobre lo sucedido. Posteriormente, hicieron otras tres visitas de integración al cabo de 2, 8 y 14 días.

Entre sus resultados, encontraron que los usuarios que estaban en el grupo tratado con psilocibina tuvieron una disminución en la gravedad de la depresión en comparación con el valor inicial que había registrado. También hubo una reducción frente a quienes estaban en el grupo del placebo.

“Tanto la escala de gravedad de los síntomas depresivos calificada por el médico (la escala MADRS, por sus siglas en inglés) como la autoinformada (el ‘cuestionario’ BDI), favorecieron a la psilocibina sobre el placebo”, escribieron los autores.

Para decirlo en cifras más detalladas, a los 14 días de seguimiento, el 58 % de los pacientes (según la escala MADRS) que recibieron psilocobina, cumplieron con los criterios de respuesta al tratamiento, mientras que ese número solo fue del 16% en el grupo que recibió el placebo. Algo muy parecido sucedió con los indicadores del autoinforme BDI.

Aunque registraron eventos adversos, no detectaron ninguno de gravedad. Mientras que en el grupo que recibió el placebo hubo siete participantes que informaron ideaciones suicidas dos semanas después del tratamiento, no hubo ninguna notificación en el grupo que de la psilocibina. Entre las limitaciones, los autores advertían que tenían una muestra pequeña de pacientes y que la gran mayoría (94%) eran caucásicos. Otra de sus advertencias hacía referencia a que no controlaron los aspectos “no farmacológicos” del tratamiento, como la calidad del apoyo psicológico. De hecho, ¿qué efecto tienen esas terapias de acompañamiento?, es una pregunta que suele aparecer en los estudios relacionados con psilocibina y aún no se resuelve con precisión.

En noviembre de 2022, The New England Journal of Medicine publicó los resultados de otro ensayo clínico (fase 2), uno de los más robustos que se han hecho hasta el momento. El equipo de autores, encabezado por Guy Goodwin, profesor emérito de Psiquiatría en la Universidad de Oxford, reclutó un grupo más grande pacientes provenientes de República Checa, Dinamarca, Alemania, Irlanda, Países Bajos, Portugal, España y el Reino Unido, Canadá y Estados Unidos.

A los participantes, todos con depresión mayor resistente a los medicamentos usuales, los distribuyeron de forma aleatoria en tres grupos: 79 de ellos recibieron psilocibina sintética de 25 mg; otros 75 recibieron de 10 mg; y 79 más, de 1 mg. Ni ellos ni los médicos sabían qué dosis les fue administrada. Todos los pacientes, además, debieron dejar de tomar antidepresivos y las medicinas que afectan el sistema nervioso central, para evitar, entre otras cosas, interacciones con la sustancia alucinógena. En la sesión hubo música y acompañamiento de terapeutas muy bien entrenados.

El equipo encontró que, al cabo de tres semanas, una dosis alta de psilocibina (25 mg) redujo las puntuaciones de depresión en comparación con una dosis menor (1 mg), pero detectó efectos adversos inquietantes.

Tras hacerles un seguimiento por 12 semanas después del tratamiento, el equipo de especialistas observó que una dosis más alta de psilocibina (25 mg) redujo las puntuaciones de depresión (medidas con la escala MADRS) en comparación con la dosis más baja (1 mg). En datos más precisos, notaron que, frente al diagnóstico de la primera semana, hubo 12 puntos menos, y 6,6 puntos menos respecto al grupo de pacientes que tomó 1 mg de psilocibina.

El problema es que detectaron eventos adversos graves. El primer día, se presentaron en el 4% de los participantes del grupo de 25 mg. Lo mismo ocurrió con el 8 % y 1 % de los otros dos equipos. “Los eventos adversos graves en el grupo de 25 mg fueron ideación suicida (en dos participantes) y autolesión intencional (en dos participantes); y en el grupo de 10 mg fueron ideación suicida (en dos participantes), autolesiones intencionales (en un participante) y hospitalización (por depresión grave, en un participante)”, apuntaron los autores.

Después de la semana 3 y hasta el final del ensayo (semana 12), el 3 % de los participantes del grupo de 25 mg, el 4 % de los del grupo de 10 mg y ningún participante del grupo de 1 mg informaron eventos adversos graves. “Se requieren ensayos clínicos más largos y de mayor tamaño”, era una de las recomendaciones de los psiquiatras que encabezaron la investigación.

Como esas dos últimas investigaciones, ha habido otros estudios, imposibles de reseñar en un periódico, que han dado buenas señales, pero que hay que mirar con cautela. Robin Carhart-Harr, director del Centre for Psychedelic Research, de la Facultad de Medicina del, Imperial College de Londres (Reino Unido), por ejemplo, publicó otro artículo en The New England Journal of Medicine en 2021, que capturó muchos titulares de prensa. En él, comparaba el efecto de la psilocibina con el del escitalopram, un popular fármaco antidepresivo. Pese a que el cambio en las puntuaciones de depresión favorecían al compuesto de los hongos alucinógenos, no hubo una variación estadísticamente significativa.

Para no hacer más extensos estos tediosos párrafos, los estudios sobre este “ingrediente” han incluido otro grupo de pacientes: los que tienen ansiedad o la depresión, tras el diagnóstico de una enfermedad terminal como cáncer. La “experiencia mística” que les produjo tuvo un buen efecto entre los 29 pacientes elegidos por el equipo de Esteban Ross, del Departamento de Psiquiatría de la Universidad de Nueva York. Algo similar halló Roland Griffiths entre 51 pacientes. Sus resultados se publicaron en Psychopharmacol en 2016.

Hace unas semanas, luego de ver los últimos resultados que aparecieron en The New England Journal of Medicine, Bertha K. Madras, profesora de psicobiología en el Departamento de Psiquiatría de la Escuela de Medicina de Harvard, envió una carta a esa revista. En su texto reflexionaba sobre este boom, en el que detrás, además, hay varias empresas calentando motores para fabricar futuros fármacos.

Una de las cosas que le inquietaban a Madras era si, cuando esos medicamentos estuvieran en el mercado, sería posible repetir los estrictos protocolos de consumo y garantizar el acompañamiento terapéutico que exigían los ensayos clínicos. De no poder asegurarlo, temía “una proliferación de clínicas no reguladas, como sucedió con la ketamina”.

La doctora Cubillos también piensa algo parecido. “Uno de los riesgos en estas ‘terapias’ que ahora gozan de tanta popularidad es que generan falsas expectativas a personas que tienen necesidades de salud mental reales que debe ser atendidas por profesionales de la salud bien entrenados. Pero estamos viendo ‘terapeutas’ que carecen de ese entrenamiento. Es una de las principales razones por las que debemos tener cautela”, dice.

En su carta, luego de darle un jalón de orejas a sus colegas y a las compañías por reclutar medios de comunicación para que respaldaran con entusiasmo sus ideas, la profesora Madras cerraba con otra advertencia: “Estados Unidos fracasó en evitar la combinación de empresas biomédicas y comerciales de marihuana. El patrón no debe repetirse con los alucinógenos”.

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